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10/03/2025
El hombre que pasó del silencio a dedicarse a contar su historia: vida y muerte del único sobreviviente de Schindler en Argentina
Fuente: telam
Nació como Faivel Wichter en Polonia el 25 de julio de 1926 y murió como Francisco Witcher en su departamento de Villa Crespo el 26 de febrero de 2025. Las dos vidas -en Polonia y en Argentina- de un hombre que cambió la relación con su pasado cuando el lanzamiento de la película de Steven Spielberg “La lista de Schindler” lo impulsó a contar lo que vivió durante el Holocausto
>A Francisco Witcher le faltaron 149 días para vivir cien años. Murió el 26 de febrero de 2025 en su casa del barrio de Villa Crespo, su lugar de siempre: un departamento ubicado sobre la calle Juan Ramírez de Velasco, entre Malabia y Scalabrini Ortiz. Una neumonía mató al último sobreviviente argentino de la lista de Schindler, aunque tal vez sea el último sobreviviente mundial: los datos de sobrevida de los empleados que el empresario alemán rescató al contratarlos para su fábrica de municiones en Checoslovaquia son difusos por culpa del tiempo, del olvido y del dolor.
Enrique solo le agradeció. Procuró no evidenciar su entusiasmo ni exponer su desborde emocional. En sus manos tenía, finalmente, las palabras que su papá nunca había querido hilvanar. El libro hablaba por él. El libro hablaba por muchos. Era una tarde de invierno en el cono sur del globo. Al norte, en el verano estadounidense, Steven Spielberg anunciaba el lanzamiento de su nueva película: La lista de Schindler, basada en la misma novela que Francisco le regaló a Enrique, que se estrenó el 30 de noviembre de 1993 en Washington y en todas las salas de cine del país norteamericano el 15 de diciembre.
Francisco no se había animado a sumergirse antes en su propio pasado. Había arribado al país en el invierno de julio de 1947 junto a Hinda Zelegraut, su flamante esposa: se habían casado el 20 de abril en Roma, donde se habían conocido. Eran los únicos sobrevivientes de dos familias numerosas. En Argentina estaba Rosa Zytto, la tía de Francisco, y estaban las mismas vacas que encontraba dibujadas en las estampillas de las cartas que recibía. Él solo sabía que viajaba a un país grande y rico en tierras.
Enrique, preso de la curiosidad, a veces le preguntaba quién, cómo y qué había sido en su Polonia natal. Las respuestas eran evasivas, ambiguas, ligeras. La KL tatuada en el brazo era, según la explicación liviana del padre de un hijo indiscreto, la huella de una guerra, la marca de unos “campos”. Le decía campos, con forzada indiferencia. Había una animosidad tácita de no indagar, de no revolver. Naturalizó esa reserva. “Nunca me pareció extraño que no tuviera ni abuelos, ni tíos, ni primos. Era una cuestión normal”, expresó. Su marco familiar estaba compuesto por los familiares del esposo de Rosa, su tía. Su círculo íntimo se completaba con “los paisanos”: los otros sobrevivientes polacos. En esas reuniones, de lo único que no se hablaba era del pasado. El tabú era un denominador común.
“Yo creo que en mis padres existía el sentimiento de culpa, que es habitual en los sobrevivientes. En alguna medida y en distintas graduaciones, sentían culpa por estar vivos. Los dos habían sido los únicos sobrevivientes de dos grandes familias. Había, también, un sesgo, un grado de sospecha en quienes habían escapado con vida de los campos de concentración. Los sobrevivientes eran vistos de manera muy extraña por cierta parte de la comunidad”, argumentó.Francisco ya se había jubilado, vivía con Hinda, tenía 68 años, la piel curtida, el cuero gastado y las cicatrices selladas cuando el diario y los noticieros promocionaron la nueva película de Steven Spielberg. Estaban hablando de él sin saberlo. Nadie, de hecho, lo sabía. Era el único de la lista de Oskar Schindler que vivía en Argentina, el número 371 de los cerca de mil doscientos judíos que el empresario alemán afiliado al nazismo salvó de la muerte al escribir en una hoja los nombres de los trabajadores que le resultaban “imprescindibles” para mantener operativa su fábrica de utensilios.No pudo dormir los días siguientes. Había quedado afectado. La primera sensación fue de inconformismo. Su primer análisis, casi visceral, fue crítico. No toleraba interpretaciones, detalles y singularidades parciales, edulcoradas, exageradas. El paso del tiempo hizo que el disgusto se transformara en gratitud. “La lista de Schindler es valiosa, antes que nada, porque se hizo: su sola existencia consiguió que un tema en el que casi nadie quiere pensar, del que la gente no quiere escuchar, se instalara en la sociedad. Tuvo críticas por eso también. ‘Para qué insisten con lo mismo’, decían algunos, ‘ya todos sabemos lo que pasó’. Pues no es cierto. Yo, el detenido 105.262 KL, puedo asegurarles que no lo saben, que no se sabe lo que pasó”, escribió Francisco.
El libro se titula Undécimo mandamiento. El nombre tiene su raíz en ese 1939.
Faivel Wichter nace el 25 de julio de 1926 en Maski, un pueblo rural de Polonia. Su país es una nación joven, soberana e independiente de la ocupación rusa y austríaca desde 1918. Su familia judía se nutre de Jaim, un papá zapatero, de Faiga, una mamá ama de casa, y de cinco hermanos: Hanka, Rosa, Zlota, Sara y Elías. El primer día de septiembre de 1939 se suspende el inicio de clases de su colegio secundario: por entonces ya vivían en Markuszew. Un grupo de policías disfrazados atacan puestos fronterizos para justificar el inicio de las hostilidades, hay una invasión, las fuerzas de una nación avanzan sobre la capital de otra, se declara una guerra mundial, la segunda.“Cuando terminó el ataque, mi mamá y yo fuimos a la ciudad, caminando a marcha rápida, muy angustiados, para ver cómo estaba mi padre y qué había quedado de lo nuestro. Gente destrozada gemía y sangraba en las calles. Cruzamos todo el pueblo en medio del fuego hasta llegar a la otra punta, donde estaba nuestra vivienda. No habían bombardeado esa zona; mi papá estaba sano y salvo”. Partieron en la madrugada del domingo con dos caballos alquilados: debían transportar algunos muebles. Hacen bien en irse definitivamente: el domingo a la tarde, la otra mitad de su pueblo fue atacado. Sólo quedaron en pie la iglesia, el edificio de la comuna y algunas construcciones de la periferia.
En Palikiie vive casi cuatro años. Una familia les da una casa para vivir a cambio de comida y trabajo. Faivel es su peón. Trabaja de sol a sol arreando vacas y cosechando. “En el campo, los judíos estábamos un poco más tranquilos, aunque el municipio del pueblo, la iglesia y la policía no perdían oportunidad de hostigarnos y colaborar con los ocupantes nazis. La comuna obligaba a los varones a realizar trabajos pesados y desagradables, los que ningún polaco quería hacer: enterrar desertores muertos, limpiar la ruta en invierno después de una nevada. Se hacía, por supuesto, sin paga. Era absolutamente obligatorio, no podía discutirse”.En septiembre de 1943, a su padre lo asesina la policía polaca. Nadie de su familia entiende bien lo que pasa. Lo explica la coyuntura sociopolítica. El Tercer Reich empieza a desmoronarse. Se desenvuelve la precipitación del plan de exterminio nazi. La persecución a los judíos se acelera: el operativo “Judenrein”, la limpieza de judíos, procura borrar las pruebas del genocidio. Esa noche la pasan en silencio. Nadie llora y nadie habla. El miedo y el estupor lo dominan. “El humo sube al cielo y empiezo a ver a Polonia cada vez más gris. Luego de un tiempo, al igual que todos los judíos de la zona, recibimos la orden de abandonar nuestras casas y concentrarnos en la ciudad de Beelitz, en el centro del país. Es viernes, vísperas de Shabat, el séptimo día de la semana judía, el día sagrado. A la mañana siguiente empezamos a caminar. Tuvimos que dejar todo. Ni siquiera cerramos la casa. Mi último hogar en Polonia queda abierto para siempre”, escribirá en primera persona una nota publicada en Clarín ocho décadas después.Pasan la noche en vela y en silencio: nadie esboza un razonamiento, nadie pregunta lo que todos intuyen. Lo que sucede sobre sus cabezas no concede segundas lecturas. Suenan ruidos de camiones que se detienen y vuelven a arrancar. Suenan golpes, gritos, insultos, pasos raudos, disparos que son ejecuciones. Al ruido escabroso le sigue un vacío sepulcral. Cuando emerge del sótano ya son las ocho y media de la noche. Habían entrado a las seis de la mañana. Ya no hay nadie en la casa. Ya no habrá nadie en la casa. Corren con sus dos primos y su hermana hasta el bosque, su nuevo escondite. “Pasamos tres días sin comer hasta que una familia nos da algo de grasa de chancho. Me acostumbro a tener hambre. Vagamos por los bosques hasta que nos damos cuenta de que toda Polonia era una gran cárcel para los judíos. Nos perseguen los alemanes y los polacos que no eran judíos nos denuncian. Reciben un kilo de azúcar o un octavo de vodka por cada uno de nosotros”, relatará.
Huye pero no logra evadir la maquinaria de crueldad. Encadena campos de trabajo forzado: Poniatov, Budzin, Mieletz, Wieliczka, Plaszow, Gros-Rosen. En Plaszow, una noticia se propaga en forma de rumor: “Un empresario de Cracovia cierra su fábrica por el avance del frente ruso y pretende montar una de municiones en Checoslovaquia. Se llama Oskar Schindler. Como nosotros provenimos de Budzin, estamos catalogados como obreros metalúrgicos. Junto con los judíos que ya trabajan para él, estamos incluidos en la lista de gente que se iría para allá. Se habla muy bien de Oskar Schindler”, escribió.
Los operarios llegaban todas las mañanas desde el campo de concentración de Plaszow. Pero no siempre eran designados los mismos. Schindler protestó: adujo razones económicas en su reclamo. Argumentó que cambiar sistemáticamente la planta efectiva generaba que ningún trabajador lograra especializarse y que la producción se ralentizara. No era solo un empresario audaz, también presumía sus vínculos con el mercado negro. Tenía facultades de sobra para inducir decisiones de las tropas nazis. Logró un acuerdo: que los trabajadores durmieran en su fábrica.
También dirá que la fábrica producía balas antitanque, que apenas cargaron un vagón de municiones que además regresó en devolución, que había más gente que puestos reales, que eran casi mil trescientos judíos para alimentar más las trescientas bocas de rusos y polacos que constituían la planta asalariada del campo y más la dieta diferentes de los guardias nazis, que toda la inversión provenía del dinero de los Schindler, y que “sus objetivos, claramente, se habían deslindado por completo del aspecto económico”.
Una semana después se va de Brünnlitz. Su equipaje se reduce a tres metros de tela y una caja de hilo para coser. No tiene plata ni veinte años cumplidos cuando un tren lo deja en Cracovia. La organización judía Joint le regala cinco dólares y a un fotógrafo le pide que le saque una foto con su traje de prisionero. Su viaje concluye en Roma, donde conoce a Hinda, la artífice de su segunda vida, la que llevó a Buenos Aires a vivir en un departamento del barrio porteño de Villa Crespo ubicado sobre la calle Juan Ramírez de Velasco, entre Malabia y Scalabrini Ortiz.
Fuente: telam